Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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1126
Legislatura: 1886 (Cortes de 1886 a 1890)
Sesión: 16 de diciembre de 1886
Cámara: Congreso de los diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 87, 2101
Tema: Interpelación sobre la política seguida por el Gobierno durante el interregno parlamentario

Decíamos ayer, Sres. Diputados, y debo sin duda empezar de esta manera si hemos de volver al asunto objeto de esta larguísima discusión, por más que después de las diferentes veces que me he visto obligado a intervenir en esta interpelación, y después de los elocuentes discursos pronunciados desde los bancos de la mayoría y desde el banco ministerial en contestación a todos los oradores de las oposiciones que han tomado parte en este debate, yo, en realidad, tengo poco o nada que decir en defensa del Gobierno; pero aunque tuviera mucho que exponer, no lo haría, porque, francamente, no hay ya fuerzas, ni paciencia, ni medios para prolongar más tiempo un debate tan largo y tan agotado ya como éste. Considerad, pues, Sres. Diputados, las pocas palabras con que voy a molestar vuestra atención, más como obediencia a la costumbre, que como necesidad del momento, para [2101] que así, juzgando por vuestro cansancio del mío, disculpéis también la falta de novedad en este forzoso, pero por todo extremo innecesario resumen.

Nunca, ni en ninguna parte he dicho yo que los sucesos origen de esta amplísima discusión, no tuvieran importancia alguna, ni significaran nada, porque, para mí, tiene siempre grandísima importancia cualquiera perturbación del orden público, por insignificante que sea, y mucho más si en ella interviene, de cualquier modo, en poco o en mucho, el quebrantamiento de la disciplina militar. Lo que yo he afirmado y sostengo es, que aquellos tristes sucesos, dolorosos por los terribles accidentes, fueron un verdadero fracaso. El que unos cuantos soldados, separándose por completo de la guarnición de que formaban escasísima parte, seducidos, excitados, ayudados, secundados, como queráis, por unos cuantos paisanos, que tampoco tenían concierto alguno con el pueblo de Madrid, salgan de sus cuarteles, se subleven, den gritos subversivos que se pierden en absoluto en el espacio, para disolverse después, de tal modo, que la población en que esos hechos se realizan, no pierde ni por un momento su aspecto habitual; que las tropas pueden volver al poco tiempo a sus casas, y que el regimiento de que formaban parte esos sublevados, da la guardia a S. M. la Reina en su propio Palacio; el que suceda todo esto, que es, repito, un accidente lamentable, que es un suceso muy doloroso, y que yo lamento más que nadie, tiene como acto revolucionario poquísima importancia, y es un verdadero fracaso; y al mismo tiempo que pone de manifiesto, la debilidad de los medios con que cuentan los revolucionarios, demuestra la fortaleza de los resortes del Poder, y debe inspirar gran confianza a la opinión pública, mucho más teniendo en cuenta las esperanzas que concibieron y los alientos que tomaron todos los elementos revolucionarios del país, a la muerte de nuestro malogrado Monarca, hecho de cuyas pavorosas consecuencias hemos perdido todos la memoria, no acordándonos ya, de cómo en aquellos tristes instantes se movían y se agitaban los republicanos, que contaban como seguro su triunfo y nos perdonaban la vida fijando un plazo sumamente corto para "llegar, ver y vencer" como César; no recordando tampoco, como al mismo tiempo los carlistas se reunían, se contaban, se organizaban y hasta se armaban, ¿para qué? para arrebatar el triunfo a los republicanos, ¡tan seguros estaban de que los republicanos lo iban a obtener! Y presentarse como los salvadores de la sociedad por los republicanos desquiciada; y cómo, finalmente, en medio de estos movimientos encontrados, surgían las ilusiones y se fraguaban todos los planes.

Pues bien, Sres. Diputados; todos esos planes, todas esas ilusiones, todos esos esfuerzos todos esos trabajos han desaparecido, se han disipado poco a poco, gracias a las altas cualidades de S. M. la Reina, gracias al patriotismo de los partidos, gracias a la lealtad de la fuerza pública, gracias a la sensatez del pueblo, y si queréis dar algo, aunque sea una cosa tan pequeña como un grano de anís, al Gobierno, gracias al Gobierno. (Muy bien).

Y si esto ha sucedido, Sres. Diputados; si todas esas nubes se han disipado, es más conforme a la verdad y a la justicia decir, no que no hay todavía elementos revolucionarios, sino que no hay ya elementos de revolución en España. (Muy bien).

No hay elementos de revolución en España, a pesar del motín del 19 de septiembre, como lo demuestra ese motín mismo, y como lo justificarán cuantos motines puedan ocurrir.

Pero se dice: importante o no el motín del 19 de septiembre, es la verdad que sorprendió al Gobierno; y un Gobierno que se deja sorprender por hechos semejantes, es un peligro para las instituciones y para la paz pública. No, Sres. Diputados; el Gobierno no fue sorprendido por aquellos acontecimientos. Ya he dicho yo que, desde la muerte del Rey, apenas ha pasado un mes, ¡qué digo un mes!, una semana sin que los perturbadores y los revolucionarios hayan intentado algún movimiento insurreccional, que el Gobierno ha ido destruyendo con su vigilancia y con su previsión; pero como los Gobiernos no lo pueden todo, si no pudo evitar que alguna de tantas y tan repetidas tentativas se manifestase al exterior, impidió por lo menos que en parte alguna tuviera resonancia de ninguna clase; ni aún la más insignificante.

No, el Gobierno no fue sorprendido por aquellos sucesos; en lugar de eso, desde que tomó posesión del Poder estaba perfectamente prevenido, porque sabía cuáles eran los peligros que le rodeaban. Seguía, por esto, paso a paso a los revolucionarios, adoptó cuantas precauciones pudieran ser necesarias, y envió a todas las autoridades, así civiles como militares, instrucciones tan enérgicas como detalladas, en las cuales se preveía todo lo que pudiera suceder.

Todo lo sabía, hasta tal punto de que, cuando ocurrieron los sucesos en Madrid, el Gobierno no tuvo que hacer con las autoridades otra cosa que recordarles las instrucciones recibidas. Y porque el Gobierno estaba prevenido, yo que por razones de salud tenía que salir de Madrid, no quise abandonar la corte, y algunos Sres. Ministros que se hallaban en mi caso, escalonaron sus viajes; y cuando el Sr. Ministro de Gracia y Justicia, que se hallaba en la Granja al lado de S. M., tuvo por prescripción facultativa que abandonar aquel Real Sitio, yo fui a reemplazarle, precisamente para advertir a S. M. de lo que podía suceder, y para encontrarme al lado de S. M. si por si acaso sucedía lo que el Gobierno temía que ocurriera, y que, en efecto, aconteció.

Los revolucionarios no podían resignarse a que después de la muerte del Rey, cuando habían contado como seguro su triunfo, pasara el tiempo sin conseguir nada, y se dolían de que terminara el verano sin haber habido, por lo menos, alguna perturbación en la paz pública, de que venía disfrutándose; esa paz pública que todos creyeron de todo punto imposible. Y de tal manera estaba advertida S. M. de esto, que cuando ocurrieron los acontecimientos, sin más que por la hora desusada en que solicitaba yo la honra de ser por ella recibido, lo adivinó todo, y me recibió con estas palabras: "Señor Presidente, ¿ha ocurrido algo de lo que el Gobierno temía?" Desgraciadamente sí, Señora, le contesté, y le referí los sucesos.

¡Y porque en el acto no me vine precipitadamente a Madrid, se me han dirigido severísimos cargos! ¿Dónde había de estar mejor en aquellos momentos, que al lado de S. M.? ¿Por qué la había de abandonar entonces? ¿Por qué había de dejarla venir sola a Madrid, nada más que por adelantar unas cuantas horas mi viaje? Y luego, ¿para qué? Pues ya lo oyeron los [2102] Sres. Diputados; para vestirme de gran uniforme, para ponerme al frente de una compañía de cazadores o de una sección de caballería y atacar a los sublevados. (Risas).

Confieso que no se me había ocurrido semejante cosa, y lo siento porque un Presidente del Consejo de Ministros vestido de gran uniforme, al frente de una sección de caballería dando una carga a los revolucionarios, debe ser una cosa encantadora, y he perdido la ocasión de obtener un gran éxito. (Risas). Guardaré la advertencia para otra ocasión por si fuere necesaria.

Y pasando por alto una porción de argumentos por este estilo, que sería prolijo como innecesario examinar, voy a detenerme, aunque también muy poco, en aquel del cual han hecho las oposiciones el caballo de batalla en esta discusión: el indulto. Se ha explicado hasta la saciedad, cómo y por qué, a pesar de haber acordado el primer Consejo de Ministros la negativa del indulto por unanimidad, acordó el segundo la concesión de aquél por mayoría; pero por esto, precisamente, se culpa al Gobierno de debilidad y de contradicción sin considerar que del primer Consejo de Ministros al segundo, intervino la mediación de S. M. la Reina Regente, que, naturalmente, ha de tener sobre sus Ministros responsables la influencia que es legítima y, sobre todo, en asuntos que tan directa e inmediatamente le competen, como es el ejercicio de su Regia prerrogativa de indulto.

Pero ¿qué se pretende? ¿Que cuando yo al dar cuenta a S. M. la Reina del acuerdo del Consejo de Ministros, y S. M. me suplicó, súplica que yo debía traducir en mandato, que volviera a reunir el Consejo de Ministros, y que examinando de nuevo el asunto, viera de encontrar términos hábiles para armonizar la clemencia con la defensa de los altos intereses que le estaban encomendaos, yo hubiera contestado: "Señora, es inútil; el Consejo de Ministros tiene tomado su acuerdo y ni ha de modificarlo a pesar de los nobles propósitos y de los generosos sentimientos de S. M.?" Pues yo no podía contestar esto, que hubiera sido una descortesía a la Señora y un desacato a la Reina, y no tenía más remedio que volver a reunir el Consejo de Ministros, que se reunió teniendo para su deliberación un elemento nuevo que no existió para el Consejo anterior, ¿qué extraño es que Ministros que vacilaron en el primer Consejo, se decidieran por el indulto en el segundo, y que los que no vacilaron en el primero vacilaran en éste? Sobre todo, porque yo he de decir la verdad, la cuestión se planteó en este Consejo de Ministros, lisa y llanamente, es estos términos: dadas las circunstancias presentes, al principio de un reinado, ¿qué conviene más a los intereses y al porvenir de la Monarquía y de la Regencia, qué conviene más, la ejecución de la pena de muerte o la conmutación de esa pena por la inmediata, como desea S. M. la Reina?

Yo puedo decir a los Sres. Diputados que si hubiera tenido la convicción de que la ejecución de la pena nos relevaba de la repetición de hechos semejantes al que se trataba de castigar, yo habría resistido los nobles propósitos de S. M. la Reina Regente y no hubiese acordado la concesión del indulto. Pero, ¿hay, Sres. Diputados, alguien que tenga esa convicción? Pues qué, en nuestra accidentada historia, ¿no sobresale una serie triste y no interrumpida de fusilamientos y de insurrecciones, que se suceden en dolorosa y matemática alternativa, demostrando así por modo terrible que si el fusilamiento es castigo merecido y necesario, no es por sí solo remedio eficaz para evitar con él el mal que se trata de reprimir? Y cuando, además, el escarmiento no caía sobre la cabeza que dirige y sobre el corazón que impulsa estos hechos criminales, ¿por qué habíamos de obstinarnos en resistir los nobles propósitos de S. M. la Reina? Sin embargo, hubo Ministros que resistieron; pero lo mismo los que resistieron que los que no, todos obedecían a los mismos propósitos, y todos fueron impulsados por el mismo deseo y por el mismo patriotismo. (Aprobación).

¿Qué Ministros acertaron? ¿Quiénes se equivocaron? ¡Ah, Sres. Diputados, quién lo sabe! Allá la historia lo dirá en su día; pero al decidir cuáles Ministros acertaron y cuáles se equivocaron, lo único que yo sé es que a todos nos hará igual justicia por la nobleza de nuestros propósitos y por la lealtad de nuestros sentimientos. Pero por de pronto, y mientras llega el momento de que la historia decida, ¿no es verdad que desde aquel acto S. M. la Reina Regente parece como que tiene atmósfera más pura y ambiente más sano que respirar? ¿No es verdad que al Rey Niño se le ofrecen horizontes más extensos, más dilatados, más risueños, sobre que asentar las bases de su porvenir, que es el porvenir de la Patria? (Bien). El indulto fue, pues, única y exclusivamente de Su Majestad la Reina, sin que los Ministros tuvieran que hacer otra cosa que tomar sobre sí la responsabilidad de la medida, como era su deber, después de haberse propuesto abandonar el Ministerio y presentar su dimisión, una vez refrenado el decreto. ¿Qué hay en esto que no sea perfectamente constitucional y perfectamente correcto? ¿Que ha habido debilidad en algunos Ministros y que pude yo, y pudimos todos, oponernos a los nobles propósitos de S. M. la Reina Regente? Ya lo sé; ya sé yo que la clemencia es siempre de los Reyes, y que el rigor es de los Ministros responsables; ya sé yo que la clemencia, que tan bien sienta a los Reyes, es independiente de los deberes y de las responsabilidades de los Gobiernos, y que el Gobierno que yo tenía la honra de presidir, pudo muy bien oponerse a los nobles propósitos de S. M. la Reina Regente; pero también sé que en aquellas circunstancias, dado el tiempo que había transcurrido desde la comisión del delito hasta que la ejecución de la pena, dado lo mucho que se había discutido la prerrogativa Regia, y dadas las circunstancias en que se encontraban la Regencia y la nueva dinastía, era muy difícil que la masa del pueblo, que no entiende de metafísicas constitucionales, atribuyera la negativa del indulto única y exclusivamente a los Ministros que la aconsejaran, a pesar y contra la voluntad de S. M. la Reina Regente. Y francamente, Sres. Diputados, francamente, yo tuve miedo, y muchos tuvimos miedo a este error de la opinión para el porvenir de las instituciones y para el porvenir de la política española. (Muy bien, muy bien, en los bancos de la mayoría). ¿Es esto debilidad? ¿Es esto error? ¿Es esto culpa? Sea, pero yo repito lo que decía el otro día el Sr. Ministro de Fomento, recordando una palabras de San Agustín: ¡Feliz culpa, falta dichosa que ha permitido a S. M. la Reina Regente aplicar sus sentimientos de clemencia ejercitando la más alta de sus prerrogativas, la prerrogativa de indulto, [2103] rodeando la Corona de su augusto hijo con la aureola de la clemencia, pedestal siempre mejor para toda institución naciente, que las esquiveces del rigor! (muy bien, muy bien en los bancos de la minoría).

Pero todo esto ha tratado de desvirtuarse con pequeñeces incomprensibles, como la de que en un parte telegráfico publicado en un periódico de no sé dónde, se anunciaba ya el indulto antes de que el Consejo de Ministros lo acordara, para resultar después que, en efecto, ese telegrama fue expedido en Madrid cuatro horas después del segundo Consejo y cuatro horas después de saber el indulto todo el mundo; y como la de la dimisión del Subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, Sr. Cañamaque, cuya palabra me aterraba más que los sucesos pasados, porque entre el Sr. Cañamaque y yo había secretos tan hondos y tan terribles que me quitaban el sueño y ponían espanto en mi ánimo. Pero ya que por lo visto han descubierto parte de estos secretos esos Sres. Diputados que tan preocupados están, voy yo a tener valor, que valor se necesita, en efecto, para ello, de revelar por completo esos horribles secretos a todo el mundo.

Al día siguiente de verificado el primer Consejo de Ministros, la mayor parte de los periódicos de Madrid publicaron la falsa noticia de que el indulto había sido concedido. Al ver esto, el Gobierno mandó hacer una información judicial en averiguación del origen de esta tan falsa noticia, y habiendo algún periódico atribuido al Sr. Cañamaque el origen de aquella; viéndose por esto llamado por el juez encargado de la información judicial, el Sr. Cañamaque me presentó la dimisión del cargo, diciéndome que desde el momento en que había alguien que dudara del cumplimiento de sus deberes, y desde el momento que había sido llamado por el juez a declarar sobre el asunto, su delicadeza como caballero, y su dignidad como funcionario, no le permitían continuar. Yo le contesté: "Pues dados los motivos en que S.S. funda la dimisión; dadas las razones que expone, y dado el asunto de que se trata, yo se la admito; pero tengo que suprimir de la dimisión la fórmula de quedar satisfecha del celo, lealtad e inteligencia con que la había desempeñado", no porque yo no lo estuviera entonces, ni lo esté ahora, sino porque no quería que nadie pudiera suponer que, desde la altura de la Presidencia del Consejo, con esa fórmula ordinaria y usual, yo prejuzgaba el resultado de esa información judicial.

Pero en cambio, Sr. Cañamaque, le dije, el Gobierno, si S.S. sale, como creo ha de salir de esa información sin nada que le desmerezca, el Gobierno deberá a S.S. en su tiempo, la debida reparación, como ya se la doy desde aquí. ¿Qué se hubiese dicho si se hubiera admitido la dimisión con esa fórmula? Los adversarios me habrían acusado de que quería influir en la información judicial. ¿Y qué se pretende? ¿Que no se dé satisfacción, una vez que no ha resultado nada contra el Sr. Cañamaque? Pues entonces se diría: "Ese es el Sr. Sagasta; así que le sirve un amigo, le deja y le echa al arroyo"; y yo no puedo autorizar ni decir una cosa ni otra, y doy la reparación, sin favor alguno, al amigo, y hago justicia al funcionario, después de haber guardado la consideración debida a las autoridades judiciales. Y ahí tienen los Sres. Diputados el gran secreto, el terrible secreto, que había entre el Sr. Cañamaque y yo.

En cuanto a la crisis, yo no debo decir nada después de las repetidas explicaciones que he dado, y de las expuestas lo mismo por los Ministros salientes, que por los Ministros entrantes, a menos que no sea para repetir que ni la crisis ni el indulto significaron, ni podían significar cambio alguno, ni pequeño, ni grande, en la política del Gobierno.

No podía significar cambio político el indulto, porque nada tiene que ver la clemencia de S. M. la Reina con la política del partido liberal; no podía significar cambio político la crisis, porque la crisis se ha hecho procurando que este Ministerio represente exactamente lo mismo que representaba el Ministerio anterior, y tenga, bajo los mismos términos y bajo las mismas condiciones, igual representación del partido liberal que tenía el anterior. No hay, pues, cambio de política: este Ministerio seguirá la política del anterior, cumplirá su programa como pensaba cumplirlo el anterior, y realizará todas las reformas que tiene prometidas, con motines y sin motines, porque todo lo más que pueden hacer los motines será detenerle en su camino nada más que el tiempo necesario para reprimirlos y castigarlos; pero una vez cumplido este imperioso deber, el Gobierno seguirá su marcha; que no es cosa de poner cargo de los revoltosos y de los perturbadores la dirección de los negocios públicos. (Muy bien, muy bien).

Y respecto del pensamiento del Gobierno en cuanto a las reformas, debo decir una cosa que se relaciona con las benevolencias.

El Gobierno acepta con gusto, y sinceramente agradece todas las benevolencias, vengan de donde viniesen, que, como decía mi querido amigo el Sr. Castelar, a nadie le amarga un dulce; pero ni las benevolencias de la derecha han de influir para que el Gobierno liberal retarde su paso, ni las benevolencias de la izquierda le han de precipitar, y así será mejor para los que nos presten sus benevolencias, porque de tal manera admitidas, parecerán más desinteresadas, y los más cavilosos y suspicaces no verán protectorados donde sólo debe verse y se ve patriotismo.

Por lo demás, Sres. Diputados, yo acepto las benevolencias, porque facilitan la misión del Gobierno, que es hacer bien a la Patria; y como creo que este Gobierno cumple tan sagrada misión, en este sentido bien venidas sean las benevolencias, y gracias a los que las ofrecen.

Y vamos ya a la segunda parte de este debate, que a no ser por la impaciencia de algunos monárquicos, debiera haber sido la primera, la más esencial, si no la única; porque no está bien que las primeras contiendas surjan en el campo monárquico a la vista de los republicanos de la coalición, que son los que, en realidad, deben estar en litigio por los sucesos pasados.

Nada tengo que decir realmente del discurso del ilustre jefe del partido conservador, brillante como todos los suyos; nada tengo que decir como no sea para aplaudirlo, y S.S. no lo necesita, ni estamos, por la premura del tiempo, para aplausos. Hay en el discurso de S.S. algunas apreciaciones que se derivan del criterio propio del partido conservador, naturalmente han de ser distintas que las derivadas del criterio propio del partido liberal; pero si bien es verdad que no estoy conforme con esas apreciaciones, en cambio estoy de acuerdo, como no puedo menos de estarlo, en aquellos puntos esenciales en que de [2104] necesidad han de coincidir los que tienen, como tenemos el Sr. Cánovas y yo, altos intereses comunes que guardar y defender; y estando conformes en lo esencial, no creo que en lo accesorio debamos contradecirnos en este momento delante de nuestros comunes adversarios. (Muy bien).

El Sr. Salmerón me permitirá que no le dé el gusto en aquello de recoger las diferencias que pudieran existir entre el Sr. Cánovas y yo: esas diferencias se recogerán oportunamente cuando sea necesario; ahora sería estéril, no es ese el objeto que nos tiene empeñados hoy en esta discusión.

Y, ¿qué he de decir a mi querido amigo Sr. Castelar y qué he de contestar a su admirable discurso? Su señoría, sin dejar de rendir culto a sus ideales, se ha colocado (por más que venía ya haciéndolo) en una actitud patriótica, que no podrá menos de ser aplaudida por todo buen español que desee ver a la Patria progresar por el camino de la ley y en el seno de la paz; actitud semejante a la que tienen los republicanos en Inglaterra, en Italia, en Bélgica y en Austria; en todos aquellos países en que los republicanos, antes que republicanos, son patriotas, que en tal concepto no procuran cambios ni excitan perturbaciones que puedan traer daño a la Patria, y a nosotros la duda de si se perderán las libertades que tranquilamente disfrutamos. En este sentido, el Gobierno con muchísimo gusto acepta y agradece la benevolencia de S.S.

Pero yo debo advertir cariñosamente al Sr. Castelar que ese depósito sagrado que S.S. tiene en tanta estima, que ese sagrado depósito de los derechos individuales, que tanto tiempo, y tanto trabajo, y tantos sacrificios nos ha costado conquistar, ese depósito sagrado, que S.S. sentiría tanto perder, no es sólo de los Gobiernos del partido liberal; en él tienen su parte, quién más, quién menos, todos los partidos; pero la parte esencial es del sentido liberal, de la política expansiva y de la dirección ilustrada de la Monarquía constitucional de la Restauración. (Muy bien.) Y como esa política expansiva y esa dirección ilustrada han de continuar con la discretísima y honrada Regencia de Doña María Cristina, yo que conozco al Sr. Castelar y sé que S.S. es justo ante todo y sobre todo, espero que en vez de limitar aquel depósito sagrado a este Gobierno o a otro, lo extienda a todas las situaciones, porque todas han de defender esas magníficas conquistas, cuya pérdida tanto lamentaría el Sr. Castelar, y a las que consagraba aquellos párrafos maravillosos en que no se sabe qué admirar más, si la elocuencia de la frase, o el patriotismo del pensamiento. (Bien).

Por lo demás, S.S. sigue rindiendo culto a sus ideales, pero confiesa que están lejos, muy lejos; y esto lo manifestaba S.S. con mucho sentimiento, cuando lo debía decir con la mayor satisfacción, porque ¡ah, Sr. Castelar! la República sería en este país, como en todos, para los republicanos; pero no para los republicanos como S.S., como el Sr. Azcárate, como el Sr. Salmerón, como el Sr. Pedregal y como la mayor parte de los republicanos que se sientan en esos bancos. ¡Desgraciados de SS. SS. si, lo que para dicha suya y bien de todos no es posible, la República viniera! (Muy bien).

Yo, en agradecimiento al apoyo a la benevolencia que nos ofrece S.S.; en prueba de la estimación que le tengo y de la admiración que me causa, he de hacer todo lo que pueda para impedir que los muchos laureles que S.S. legítimamente ha conquistado durante su ya larga vida política y parlamentaria, se marchiten con la amargura de ver en el triunfo de sus ideales su derrota y su desgracia.

Yo quiero mucho a S.S., y deseo que viva mucho tiempo, querido de sus amigos y admirado de todos, y que allá, pasando los años, cuando vengan otros jóvenes que nos sucedan, digan, al ver al Sr. Castelar: ahí va ese venerable anciano que, si no pudo realizar sus ideales, hizo mucho por la libertad. (Aprobación).

Veamos ahora si nos entendemos con esa minoría de la montaña, sobre cuyas altas cumbres deben soplar vientos tan revueltos y encontrados, que traen aturdidos, confusos y atolondrados a sus moradores. (Risas).

Empiezo por declarar que no concibo un partido en las condiciones y en la actitud en que se ha colocado el que se titula partido republicano-progresista-democrático; y es más, no puede concebirlo nadie, porque no ha existido ni existe en parte alguna semejante partido. Un partido político que aspira al triunfo de sus ideales para llevarlos a la práctica del gobierno, y que empieza por proclamar y defender el derecho de insurrección por la mayor o menor expansión que se dé a las leyes, es cosa tan singular, tan rara y tan extraordinaria, que no ha existido en parte alguna. ¡Derecho de insurrección por la mayor o menor expansión que se dé a las leyes! ¿Se concibe absurdo semejante? ¿Cuál es el límite que se pone al derecho de insurrección? ¿Quién es el juez que determina dónde empieza y dónde acaba ese derecho? El derecho de insurrección se ejerce en momentos supremos para los pueblos, y se ha ejercido siempre, y en todas partes, cuando grandes necesidades sociales lo han reclamado como remedio cruento y doloroso, pero en ninguna ocasión se ha proclamado como sistema y como procedimiento común y ordinario. ¿Qué grandes necesidades sociales hay en nuestro país, señores Diputados? Mientras ni haya opresores y oprimidos; mientras no existan razas, castas ni clases; mientras que, por el trabajo y por el talento, el obrero pueda llegar a ser fabricante, y el colono labrador, y el comerciante y el industrial propietarios; mientras ante la ley sean iguales el pobre y el rico, el grande y el pequeño, el gobernante y el gobernado; mientras para todos exista el derecho de examen y de crítica; mientras los ciudadanos todos puedan llegar a los más latos puestos del Estado y a las más elevadas posiciones sociales y, como el Sr. Salmerón, nacido en modesta cuna y salido de oscuro y escondido pueblo, se pueda subir a las más altas cumbres en la corte y dictar leyes a sus conciudadanos, el derecho de insurrección es absurdo y es un crimen proclamado. (Aprobación).

Pero aparte de estas consideraciones generales, ¿se concibe que se haga depender el derecho de insurrección de la mayor o menor expansión que se dé a las leyes? ¿Quién fija ese límite? ¿El partido republicano democrático? ¿Con qué derecho? Porque con el mismo que él, otro partido fijará distinto límite. ¿Queréis fijarlo en el sufragio universal? Pues ¿qué es el sufragio universal? ¿Se ha dicho sobre él la última palabra? ¿No consideráis que lo que vosotros llamáis sufragio universal, habrá otro partido que lo considerará sufragio restringido y privilegiado? [2105]

Y si vosotros pensáis que el límite del derecho de insurrección debe ponerse en el sufragio universal, porque sin éste la soberanía nacional está detentada, otros vienen detrás que dicen que el derecho de insurrección debe ponerse en la alteración de las leyes de la propiedad, porque suponen que está detentada, mientras existan leyes que la regulen y protejan; y después de éstos, vendrán otros que pondrán el límite en la destrucción de las leyes que regulan los derechos individuales en relación con el derecho del Estado, porque para ellos la libertad natural está detentada también desde el momento en que hay sombras de autoridad y de gobierno; y así de gradación en gradación, se vendrá a concluir en que no hay en la tierra otro derecho más esencial ni más perdurable que el derecho de insurrección. (Aplausos).

¿Pero dónde ha visto el partido republicano-progresista, dónde ha visto partido alguno, en Inglaterra, por ejemplo, que predique ese derecho, sin embargo de que no hay allí sufragio universal, tal como lo entiende ese partido? ¿Conoce la minoría de coalición algún partido en Inglaterra, en Italia, en Bélgica, en tantos y tantos países donde no existe el sufragio universal, que practiquen el derecho de insurrección? ¿Lo conoce en los Estados Unidos, donde hay algún Estado que no tiene tampoco, en su integridad el sufragio universal? ¿Lo conoce en alguna parte? Pues entonces, ¿por qué abriga el propósito de ser una excepción en el mundo? Si en alguno de esos países hubiera no digo ya un partido, sino un individuo que proclamara el derecho de insurrección, dependiente de la mayor o menor expansión que se dé a las leyes, y recordad que, al fin y al cabo, señores Diputados, la mayor o menor expansión que se da a las leyes, depende ahora, ha dependido antes, y dependerá siempre, del mayor grado de civilización y cultura de los pueblos; si hubiera, repito, en alguno de los países que he citado, alguien que proclamara el derecho de insurrección en ese concepto, tened por seguro. Sres. Diputados, que le considerarían loco; y a pesar de eso aquí discutimos con ese partido, y es más, le tratamos como a una persona que la creemos en su cabal juicio.

Y ¡cuidado que esa clase de locura, es más perjudicial que aquella que, por peligros, merece manicomio! Porque con semejantes predicaciones se pervierte el sentido del pueblo, que, no entendiendo de filosofías, cree, por lo que oye, que empieza el derecho de insurrección allí donde siente una necesidad no satisfecha, con lo cual, Sres. Diputados, en vez de formar un pueblo de ciudadanos trabajadores, morigerados, obedientes a la autoridad y sumisos a la ley, se hacen pueblos de holgazanes, de revolucionarios y perturbadores que todo lo fían a la ley brutal de la fuerza y de la violencia. (Muestras de aprobación). Y todavía y con estas ideas y con esta actitud, este partido republicano-progresista, se atreve a poner condiciones al partido gobernante, al Gobierno y a los Poderes constituidos, ni más ni menos que si ya estuviera admitida y aceptada su beligerancia; y se atreve a ofrecer al Gobierno ¿qué diréis, Sres. Diputados? Pues la paz; la paz a cambio de que el Gobierno satisfaga todas las aspiraciones de ese partido, siquiera esas aspiraciones sean contrarias a la aspiración del país. (Bien, bien). Pues eso no puede ser; eso no será; porque no hay en ninguna Nación, partido alguno que pueda ofrecer a los Poderes públicos, lo que está en la obligación de realizar por las leyes; pues lo mismo los individuos de ese partido, que todos los ciudadanos españoles, tienen la obligación de no perturbar la paz pública, de ser obedientes a la ley, de ser sumisos a la autoridad, cualquiera que sea el Gobierno que se siente en este banco, ya represente las ideas del partido liberal, ya represente las ideas del partido conservador.

No tiene que ver el criterio político que cada uno de los partidos gobernantes tenga, o en que pueda fundar sus procedimientos, para que todos los españoles, como todos los partidos, obedezcan y se sometan a la ley. Y como el Congreso entendió que el Sr. Salmerón se hacía eco de esta actitud y de estas ideas del partido republicano-progresista, no debe extrañar S.S. las enérgicas contestaciones que le dieron el Sr. Gamazo y el Sr. Ministro de la Gobernación; porque esas contestaciones respondían al sentimiento monárquico de la Cámara; sentimiento manifestado con una unanimidad consoladora, y que a S.S. como a todos los demás debe llamarles la atención; porque si a una amenaza que se creyó indicada en discurso de S.S., todas las fuerzas monárquicas hicieron como un solo hombre, calcule S.S. y calcule el país lo que sucederá con estas huestes monárquicas, el día que se hicieran otras demostraciones que pudiesen exigir la defensa de la Monarquía. (Bien, muy bien).

No debe pesarnos, pues, el alcance que se dio a la declaración primera del Sr. Salmerón, aunque no fuera más que por este resultado, a pesar del sentimiento que nos produjo a todos; el mismo sentimiento que le había de producir naturalmente al Sr. Gamazo, que contestaba el primero a S.S. y al Sr. Ministro de la Gobernación, que le ha contestado también después.

Pero, S.S., que sin duda quiere disculpar sus diferencias esenciales, profundas y manifiestas, con todos o la mayor parte de sus compañeros, inventándolas entre los demás, supone que hay una especie de contradicción entre los discursos pronunciados por mi querido amigo el Sr. Gamazo y por el Sr. Ministro de la Gobernación, y el discurso del Sr. Ministro de Estado, y no es así. La diferencia consiste en el tono, en la energía; porque los primeros contestaban a una amenaza, y el segundo contestaba a una satisfacción. (Rumores en la minoría republicana). ¿No era satisfacción la dada por el Sr. Muro? ¿Pues por qué S.S. no lo dijo cuando el Sr. Muro protestaba aquí delante de S.S., y afirmaba que con lo que él decía estaba conforme el Sr. Salmerón, y que él hablaba en nombre de toda la minoría?

La rectificación del Sr. Muro debe estimarse como rectificación de toda la minoría, porque a presencia y sin protestas de la minoría la hizo. (El Sr. Salmerón: No era confirmación). Su señoría lo aprecia así; pues mejor; no ha habido nada de lo dicho por S.S. (El Sr. Salmerón: Todo).

Por lo demás, ¿dónde ha encontrado S.S. la diferencia en doctrinas y procedimientos entre estos tres discursos? No la han encontrado sus autores, hasta el punto de que el Sr. Moret acepta todas y cada una de las ideas expresadas por el Sr. Gamazo y por el señor Ministro de la Gobernación; éste acepta, a su vez, las expuestas por los Sres. Gamazo y Ministro de Estado; el Sr. Gamazo acepta también las del Sr. Moret y las [2106] del Sr. Ministro de la Gobernación, y yo acepto las de los tres. (Risas).

Hemos considerado para bien de S.S. que las declaraciones del Sr. Muro eran una rectificación absoluta y completa de las declaraciones que S.S. hizo en su primer discurso; hemos considerado que lo eran también las declaraciones hechas por el Sr. Azcárate, y, hasta cierto punto, debemos considerar que el señor Portuondo ha hecho lo mismo, a no ser que se diga que el Sr. Portuondo no ha tenido el valor de decir aquí su pensamiento, porque el Sr. Portuondo quiere tener dos naturalezas, y dice: como individuo de esta minoría de la coalición, yo pienso como el Sr. Salmerón, y claro está que como el Sr. Muro; pero yo tengo otra representación, y es la que me corresponde como individuo que soy de un partido. Pues esa representación la tenemos todos; aquí cada cual viene con la representación política de su partido, y por eso nos eligen en los distritos que representamos. ¿En qué quedamos? ¿Es que S.S. piensa de una manera aquí como individuo de la minoría, y en otra parte piensa de distinto modo, como individuo del partido progresista-republicano? Porque la teoría de S.S., de que nadie tiene derecho a preguntar a un hombre político lo que piensa y lo que quiere, es nueva, y sobre todo, es una teoría que no tiene nada de liberal en boca de persona tan liberalísima cono S.S. (Bien).

Todos están conformes en esa minoría: el republicano unitario está conforme con el federal. ¡Conformidad y resignación se necesita para esto, porque no hay nada más profundo que el abismo que separa a un unitario de un federal! Pero además están unidos los socialistas con los individualistas. ¡Vaya una armonía que hay entre el sistema de los unos y el de los otros! ¿Y para qué estáis unidos? ¿Qué frutos vais a obtener de la unión de tendencias separadas por abismos infranqueables? ¿Ni cómo queréis que mientras permanezcáis en tal actitud se os conteste en términos más dulces y suaves? ¿Cómo quería el Sr. Salmerón que se le contestara cuando S.S. hacía alarde de haber recorrido las provincias extendiendo la propaganda del derecho de insurrección, y cuando por casualidad, sin duda, contra la voluntad de S.S., sin duda alguna, coincidió con su propaganda un movimiento insurreccional que tomó su nombre, y en lugar de protestar aquí con la mayor indignación contra aquello, siquiera para evitar toda sospecha de complicidad? (El Sr. Salmerón: No lo necesitaba); para evitar, digo, toda sospecha de complicidad, ha venido S.S. a ofrecer que repetirá la misma propaganda por otras provincias mientras no le falten las fuerzas físicas para realizarlo? Dice S.S. que no lo necesitaba; pues sí lo necesitaba: ¿de qué sirve tener un carácter varonil? Si el Sr. Salmerón no ha tenido participación, como yo creo, en esos hechos criminales, si se ha tomado su nombre indebidamente, y el motín no tiene con la propaganda de S.S. más relación que la de coincidencia, ¿por qué no lo declara S.S. con varonil acento y protesta contra los que tan indignamente de su nombre han abusado? (El Sr. Salmerón: Hemos cumplido nuestro deber hasta el límite de la dignidad; lo he dicho hasta por escrito). Ya sé yo que consta por escrito el que S.S. ha protestado; pero dígame el Sr. Salmerón si hubiera estado demás que, al venir al Parlamento, que es el lugar propio en que los hombres públicos han de hacer sus más importantes declaraciones, S.S. hubiera hecho alguna declaración que, por lo menos, hubiera servido de protesta, no ya contra el hecho criminal, puesto que su señoría cree que no lo necesita, sino contra los que abusaron de su nombre tomándolo como bandera.

De todos modos, claro está que yo acepto con mucho gusto la interrupción de S.S. y que acepto la protesta: conste que S.S. ha protestado contra ese hecho; pero me parece que no hubiera estado demás, que, ya que lo ha hecho fuera de aquí, la hubiera repetido en el Parlamento, porque de ese modo (aunque ya sé yo que nadie ha de dudar), claro está que se creería más en la sinceridad del ofrecimiento que hace S.S. de entrar en las vías de la ley en el camino de la paz. (El Sr. Salmerón: Mi palabra no está sujeta a más ni a menos sinceridad).

Por lo demás, Sr. Salmerón, S.S. como todos los individuos de su partido, pueden recorrer las provincias y hacer la propaganda que tengan por conveniente; pero claro está que sin salirse de las leyes; que mientras de las leyes no se salgan, las leyes le darán amparo y protección; pero cuidado de no chocar con el Código penal, porque además de la individualidad del Diputado, existen otras inviolabilidades en la Constitución, y podríamos vernos, en el caso de un suplicatorio judicial, en el conflicto de que el Congreso tuviera que elegir entre la inviolabilidad del Diputado y la de aquella institución que el Diputado en su programa hubiera atacado. (Muy bien).

Pretende, además, ese partido de la coalición, pretende saber del Gobierno si pisa terreno firme en la legalidad, o si, por el contrario, ha de vivir única y exclusivamente de una tolerancia otorgada, que en el Gobierno sería indigno conceder, y en ella menguado aceptar. Pues bien, Sr. Salmerón, el Gobierno no hace distinción, ni puede hacerla, entre S.S. y los demás ciudadanos españoles. Firme será, por consiguiente, el terreno que piséis en la legalidad, si empezáis vosotros por acatar la legalidad; pero tendrá que ser quebradizo y peligroso, si empezáis por desconocerla y atacarla. De vosotros, pues, depende la firmeza del terreno que habéis de pisar en la legalidad. ¿Es que en vuestros movimientos os encerráis dentro de los límites que las leyes determinan? Pues las leyes, que no el Gobierno, os protegerán. ¿Es que, por el contrario, con esos movimientos traspasáis aquellos límites? Pues las leyes, que no el Gobierno, os detendrán y os castigarán (Muy bien); que las leyes, si no distinguen de opiniones ni de partidos, distinguen entre actos lícitos y actos punibles, y protegen los primeros y castigan los segundos, y el Gobierno está resuelto a que las leyes sean para todos cumplidas.

(El Presidente propone la prorrogación de la sesión que es aprobada por el Congreso. El Sr. Sagasta continúa con su discurso).

Y vosotros, Sres. Diputados de la coalición republicana, vosotros que hacéis alarde de ser hombres de ley, no contradigáis con las obras vuestras palabras. Cualquiera que sea el resultado de esa apelación que ha de aprobar o desaprobar vuestra conducta, aconsejad a vuestros amigos, y procurad que ellos, deseosos de encontrar lo que ya está conquistado en la Monarquía española, no adopten senderos [2107] ásperos y peligrosos para buscar lo que fácilmente obtienen en terreno llano: el triunfo del derecho. El triunfo del derecho está ya conquistado, pero si no lo estuviera, no lo encontraríais seguramente en la realización de vuestros ideales; porque está ciego quien no vea, Sres. Diputados, que dadas las condiciones de nuestro país, la situación de nuestras colonias, el estado de Europa y las enseñanzas de la historia, el advenimiento de la República sería la ruina de la Patria. (Aprobación).

Ya lo habéis visto; en esa insurrección del 19 de septiembre, base de este larguísimo debate, desde el primer momento la República quedó vencida por el federalismo, que a los quince días hubiera sido vencido por la anarquía; y anarquía, federalismo y República, hubieran venido, a la postre, a caer a los pies de las huestes de D. Carlos, después de pasar por los horrores, las vergüenzas, la ruina y la sangre de otra guerra civil. (Muy bien). Y por esto, Sres. Diputados, por esto al defender hoy las instituciones vigentes, defendemos la Patria, y por esto, para concluir, yo me dirijo a los republicanos, y les digo: guardad, si queréis, en el fondo de vuestro corazón el amor a vuestros ideales; pero sed patriotas. He dicho. (Grandes aplausos). [2108]



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